José María Arguedas Altamirano (Andahuaylas,1911- Lima, 1969). Fue huérfano de madre desde los dos años y medio; vivió junto a la servidumbre indígena aprendiendo el quechua antes que el castellano. De ahí su profundo conocimiento de la cultura indígena del Perú: una gran valoración al indio y sus costumbres.
Presentó una visión viva del pueblo, es decir del mundo andino, siendo base de una cultura nuestra.
"Este universo quechua, en constante conflicto con la cultura occidental, fue plasmado por Arguedas en dos libros de cuentos: Agua, Diamantes y pedernales; y en cuatro novelas: Yawar fiesta, Los ríos profundos, Todas las sangres y El zorro de arriba y el zorro de abajo".
Lectura: El sueño del pongo
Un hombrecito se
encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el
turno de pongo, de sirviente en la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo
miserable, de ánimo débil, todo lamentable; sus ropas viejas.
El gran señor,
patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó
en el corredor de la residencia.
¿Eres gente u otra
cosa? - le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de
servicio.
Humillándose, el
pongo contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.
¡A ver! - dijo el
patrón - por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con
esas sus manos que parece que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! - ordenó
al mandón de la hacienda.
Arrodillándose, el
pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la
cocina.
El hombrecito tenía
el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común.
Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco como de
espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo
compadecían. "Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser
el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza", había dicho la mestiza
cocinera, viéndolo.
El hombrecito no
hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto le
ordenaban, cumplía. "Sí, papacito; sí, mamacita", era cuanto solía
decir.
Quizá a causa de
tener una cierta expresión de espanto, y por su ropa tan haraposa y acaso,
también porque quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el
hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el Ave
María, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba
siempre al pongo delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de
pellejo.
Lo empujaba de la
cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le
daba golpes suaves en la cara.
Creo que eres
perro. ¡Ladra! - le decía.
El hombrecito no
podía ladrar.
Ponte en cuatro
patas - le ordenaba entonces-
El pongo obedecía,
y daba unos pasos en cuatro pies.
Trota de costado,
como perro - seguía ordenándole el hacendado.
El hombrecito sabía
correr imitando a los perros pequeños de la puna.
El patrón reía de
muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.
¡Regresa! - le
gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.
El pongo volvía,
corriendo de costadito. Llegaba fatigado.
Algunos de sus
semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el Ave María, despacio, como viento
interior en el corazón.
¡Alza las orejas
ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! - mandaba el señor al cansado hombrecito. -
Siéntate en dos patas; empalma las manos.
Como si en el
vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha,
el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando
permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las
orejas.
Golpeándolo con la
bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de
ladrillo del corredor.
Recemos el
Padrenuestro - decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.
El pongo se
levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le
correspondía ni ese lugar correspondía a nadie.
En el oscurecer,
los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la
hacienda.
¡Vete pancita! -
solía ordenar, después, el patrón al pongo.
Y así, todos los
días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre.
Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los
colonos.
Pero... una tarde,
a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de
la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ése,
ese hombrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía un poco espantado.
Gran señor, dame tu
licencia; padrecito mío, quiero hablarte - dijo.
El patrón no oyó lo
que oía.
¿Qué? ¿Tú eres
quien ha hablado u otro? - preguntó.
Tu licencia,
padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte - repitió el pongo.
Habla... si puedes
- contestó el hacendado.
Padre mío, señor
mío, corazón mío - empezó a hablar el hombrecito -. Soñé anoche que habíamos
muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto.
¿Conmigo? ¿Tú?
Cuenta todo, indio - le dijo el gran patrón.
Como éramos hombres
muertos, señor mío, aparecimos desnudos. Los dos juntos; desnudos ante nuestro
gran Padre San Francisco.
¿Y después? ¡Habla!
- ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.
Viéndonos muertos,
desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que
alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba,
pensando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como
hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
¿Y tú?
No puedo saber cómo
estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
Bueno, sigue
contando.
Entonces, después,
nuestro Padre dijo con su boca: "De todos los ángeles, el más hermoso, que
venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también
el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro
llena de la miel de chancaca más transparente".
¿Y entonces? -
preguntó el patrón.
Los indios siervos
oían, oían al pongo, con atención sin cuenta pero temerosos.
Dueño mío: apenas
nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel, brillando,
alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando
despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave
como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.
¿Y entonces? -
repitió el patrón.
"Ángel mayor:
cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus manos
sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre", diciendo,
ordenó nuestro gran Padre. Y así, el ángel excelso, levantando la miel con sus
manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies.
Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía,
como si estuviera hecho de oro, transparente.
Así tenía que ser -
dijo el patrón, y luego preguntó:
¿Y a ti?
Cuando tú brillabas
en el cielo, nuestro Gran Padre San Francisco volvió a ordenar: "Que de
todos los ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese
ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano".
¿Y entonces?
Un ángel que ya no
valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para
mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien
cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande.
"Oye viejo - ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel -, embadurna el
cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído;
todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!".
Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la
lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una
casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí avergonzado, en la luz del cielo,
apestando...
Así mismo tenía que
ser - afirmó el patrón. - ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?
No, padrecito mío,
señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los
dos, ante nuestro Gran padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también
nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no
sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con
la memoria. Y luego dijo: "Todo cuanto los ángeles debían hacer con
ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho
tiempo". El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron
su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su
voluntad se cumpliera.
DE ACUERDO A LA LECTURA RESPONDE:
1. ¿Cómo era el hombrecito física y emocionalmente?
2. ¿Qué sentía el patrón por el hombrecito?
3. ¿Qué acciones le obligaba el patrón a realizar al pongo?
4. ¿Qué le había sucedido al pongo y que decisión tomó?
5. Relaciona las siguientes columnas:
8. Completa el esquema sobre El
sueño del pongo.
1. ¿Cómo era el hombrecito física y emocionalmente?
2. ¿Qué sentía el patrón por el hombrecito?
3. ¿Qué acciones le obligaba el patrón a realizar al pongo?
4. ¿Qué le había sucedido al pongo y que decisión tomó?
5. Relaciona las siguientes columnas:
a) Mofa ( ) Eminente
b) Licencia ( ) Alzarse
c) Excelso ( ) Embarrar
d) Erguirse ( ) Burla
e) Embadurnar ( ) Permiso
6. ¿Qué hecho o hechos indica que la servidumbre profesaban su fe?
7. Explica la expresión: “Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza”
7. Explica la expresión: “Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza”
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9. ¿Cuál es la intención del autor al
pintarnos la vida de los siervos?
10. ¿Crees que el patrón tenía derecho a mofarse del pongo ante los demás (servidumbre)? ¿Por qué?
10. ¿Crees que el patrón tenía derecho a mofarse del pongo ante los demás (servidumbre)? ¿Por qué?
11. ¿Qué opinas acerca de la frase: “La justicia tarda, pero llega”
Fundamenta.